Ritmos y colores se mezclan. La percepción se
vuelve difusa y cometemos los mismos errores de cuando éramos niños. La cosa se
complica y empecemos a atrincherarnos en tontuneces y menos digas de un
chiquillo o chiquilla que pelea contra su homónimo némesis pataleando y mocando
sin parar, sin ni siquiera darse cuenta que deben jugar o al menos intentarlo. Se
desprioriza hasta un punto conflictivo teniendo que resetear, revalorizar y
readaptarse. La situación suele desenbocar en llamadas al hermano mayor y
partidas de piernas varias.